Agradecemos la colaboración de Daniel Motilla, papá de 6° y 10° que nos compartió su experiencia en el Viaje que se realizó a San Antonio:
Padre e hijo
Daniel Motilla
A las once y media de la noche comenzaron las
despedidas y las bendiciones. Antes de abordar el autobús, las familias
entramos al oratorio para pedir un buen viaje: caras alegres, niños emocionados
por una aventura escolar, en esta ocasión, acompañados por sus padres.
Todos listos para
arrancar desde el punto de encuentro, San Luis Potosí: nuevas despedidas, otros
saludos por la ventana. El desplazamiento durante la madrugada convirtió al
transporte en una mecedora-carretera.
Amanecimos: ¿en dónde
estamos? Ah, Saltillo, más o menos. Acabamos de atravesar una caseta y alcancé
a percibir un letrero que decía: “pan de pulque”, seguro que todavía estamos en
México. Avanzamos entre la inmensidad de las montañas y un cielo que parece
compartir con nosotros el augurio de felicidad debida a la convivencia con la
familia y los amigos.
Unos minutos después,
despertaron algunos compañeros, levantan la cortina, el sol concita el arco iris.
Se escuchan los niños recién despojados del sueño, el ruido de las envolturas
del almuerzo.
Seguimos adelante durante
horas y, al fin, tocamos la frontera norte: cinco autobuses en espera, largos
minutos de cultivo de la paciencia franciscana. En cierto momento, nos ordenan
bajar con nuestros atavíos: hacemos fila, fotos grupales, niños inquietos; se abre otra ventanilla de
atención y parece avanzar con lentitud el trámite del permiso de internación a
los Estados Unidos.
El transporte se
detiene para repostar gasolina, una oportunidad que aprovechamos para comer en
una pequeña plaza comercial: niños hambrientos, niños inquietos, padres
pacientes, padres con sonrisa de oreja a oreja.
El camino parece no
tener fin, seguimos las conversaciones, otros van rezando, otra revisión: un
oficial se sube, inspecciona los papeles, amable nos desea buen viaje.
Continuamos el viaje; pero
el colmo, un accidente deriva en una larguísima fila de autobuses y carros, las
llantas giran despacio, mientras tanto se proyectan películas de diferentes
directores y géneros, para los distraídos pasajeros que llevamos 18 horas de
camino, un camino que se hace difícil comprender.
En la recepción del
hotel se asombran de ver tanto chiquillo. ¿Son todos una familia?, preguntan.
Sí, claro que sí. Nos dan la llave. Todos a dejar sus cosas y a regresar para cumplir
con la primera actividad: una guerra de las galaxias con espadas láser, una
serie de laberintos para correr, esconderse y atacar, divertidas luces.
Por la noche, visitamos
un restaurante mexicano donde sirven comida en porciones gigantes, a las 12:45
h regresamos al hotel.
Amanece. No hemos
podido levantarnos, la jornada ha estado intensa, apenas hemos descansado
cuatro horas. Son las 7:20, apurados subimos al autobús para ir a misa, el
chofer perdió el rumbo y nos condujo a un oratorio. No hubo misa, sólo visita.
Después pasamos a
desayunar, a pasear por el centro, entramos al Museo del Álamo y al Museo
Ripley de lo increíble, luego a compras de recuerdos.
Renovados, continuamos
con el recorrido por el zoológico: aves, peces, hipopótamos, cocodrilos, leones,
tigres. Enseguida, a brincar, un partido de básquet bol entre los Spurs y Lakers
de Los Ángeles, en un estadio con una tecnología impresionante, porras, gritos,
furor, cantos.
Al día siguiente, una
mañana húmeda y fresca, a misa en la Catedral de San Fernando. Silencio. Asombro
ante tan maravillosa obra arquitectónica. El sacerdote nos esperaba, cantó un coro
a la Virgen, fotos a la salida cerca del River Walk.
Ya con maletas en el
autobús, al parque de diversiones Six Flags, los niños emocionados, los papás
asustados. Llegamos temprano, y aunque parecía que amenazaban las nubes,
después se compuso el cielo. Un juego tras otro, giros, filas, caminatas,
espera, una montaña rusa sin fin: papás cansados, niños con pilas recargables
de emociones y aventuras y sustos.
Una última parada en la
plaza comercial. Disponemos del tiempo suficiente para el diálogo fecundo hasta
las nueve de la noche. Logramos regresar conforme a lo planeado. Después reparamos
las fuerzas en un restaurante italiano, un momento de descanso. En Walmart adquirimos
algunas cosas necesarias para el viaje de regreso. Ya era la una de la mañana,
entretanto se reunían los compañeros, nos dieron las dos. Empieza el tortuoso
camino, tocamos la frontera a las seis am: cuatro horas de espera y apenas nos
movimos unos cuantos metros.
El conductor se desvió de la ruta para buscar
una vía alternativa. A cada momento preguntamos ¿en dónde estamos? Piedras
Negras, Coahuila, la desolación en la carretera, una ruta larga muy larga,
parecía que no tenía término la aridez del paisaje. Es el norte, sin duda, se
veía muy muy lejos nuestro destino, nuestro hogar. Ánimo, nos decíamos, ya
falta menos que al principio. En ciertos momentos, bajamos un rato para estirar
las piernas, cenamos en un paradero de comida mexicana, qué felicidad.
Llegamos a la una de la
mañana, después de 24 horas de viaje, nunca me había dado tanto gusto entrar en
mi ciudad, a mi casa, una oportunidad de convivencia y luego el retorno al
hogar.